viernes, 27 de diciembre de 2013

Phare de Biarritz

Otra vez debería recular, aunque a ustedes no les quiero marear pero es así – vuelvo a tratarles de usted porque he perdido la confianza, me avergüenzo de mi falta de regularidad, del abandono y del tiempo transcurrido hasta retomar estas publicaciones–, debería recular, les cuento, he reconsiderado lo de pillar la onda en blanco y negro. Me he dado cuenta de que prefiero el color en la fotografía, en la vida y en el arte; un color subjetivo, un color saturado o desaturado, marrón o rojo de daltónico, no me importa, quiero desparramar color, cometer aberraciones cromáticas, sufrir invasiones de arcos iris, vestir blancos nacarados. A la mierda el blanco y negro, la mierda en blanco y negro ni siquiera parece mierda. Un reciente tropiezo con el blanco y negro me ha saturado del todo. Ocurrió así: un fotógrafo me capturó en un mercadillo de diciembre cuando me había detenido frente a un puesto; volví la cabeza y el fotógrafo disparó, le saludé porque nos conocíamos y se largó respondiendo al saludo con el pulgar en alto; al rato nos volvimos a encontrar, me dijo que había obtenido una buena foto y se ofrecía a enviármela si le facilitaba mi correo electrónico, un día después, me llegó el jpeg de una fotografía callejera en blanco y negro bien contrastada con mi semblante de friolero mirando a cámara desde la izquierda; la equilibrada composición cumplía a la perfección la regla de los tercios. Respondí al envío con un agradecimiento sincero. A la semana nos cruzamos en un paso de cebra con semáforo. Muchas gracias por la foto, le agradecí de palabra. Está muy bien, me dijo parándose en la calzada, estuve esperando a que mirases para apretar el disparador, el blanco y negro le queda muy bien, mejor así, mucho mejor en blanco y negro, repitió. El semáforo empezó a pitar, el monigote verde aceleraba sus pasos y nos despedimos para alcanzar cada uno nuestra acera. Mejor así, pensé, mejor cada uno en su acera, las aceras del blanco y negro se están poniendo intransitables.

El sábado antes de navidad subí al faro de Biarritz. Muchos escalones pero no llegué exhausto. Me asomé al horizonte. No era una vista original pero merecía la pena. Terminé todo el rollo que quedaba en la cámara, un Kodak Tmax 100 que había estrenado en la playa enfocando al mar espumoso contra las rocas delante del casino. Tuve que cargar un Ilford PANF 50 con fecha de caducidad expirada en 2004 que había conservado en la nevera y por eso no estaba en absoluto caducado. Desde el mirador del faro de Biarritz la línea de horizonte quedaba a la altura de los ojos, ni más ni menos, es la ley infalible de la perspectiva, hay que despegarse de la tierra para que el horizonte se desprenda de las pupilas y caiga, porque desde un faro, desde la torre Babel, desde la cima del Moncayo, desde los hoteles más altos de Ulán Bator y Kuala Lumpur, o desde cualquier atalaya anclada en la tierra el horizonte se alinea con nuestra mirada. Frente al mar, a la derecha del faro quedaban Las Landas, y a la izquierda la ciudad de Biarritz se adelantaba a una franja montañosa azul que flotaba sobre el mar. Cuando disparaba la cámara hacia mi derecha, la línea de horizonte antes de Las Landas se difuminaba, el cielo y el mar se fundían, pero a mi izquierda, antes de Biarritz, se dibujaba nítida separando el contraste de cielo y agua. Con la cámara he podido elegir entre estos horizontes y diferenciarlos aunque la línea de horizonte era sólo una que se borraba de izquierda a derecha. La cámara fotográfica hace eso, fragmenta y multiplica. Detrás de ella podemos engañar a la perspectiva, subir y bajar los horizontes de la mitad del encuadre, cumplir la estúpida regla de los tercios o inclinarlos hacia las diagonales del marco. Yo los he dejado encerrados. Los horizontes. En dos pequeños chasis de metal, enrollados en las películas que disparé un sábado antes de navidad. Películas en blanco y negro –Black & White film, Film noir et blanc, pone en la cajita Ilford; Black & white negative film, Film negative noir et blanc, especifica la cajita de Kodak–. Pero los horizontes tienen colores. Amarillos, grises, naranjas, malvas, azul turquesa y azul cobalto..., todos los colores que puedo recordar en algún momento se adherirán a la imagen latente si dejo los rollos convenientemente olvidados en el cajón de las películas nunca reveladas.


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